domingo, 24 de enero de 2010

Tres ensayos breves sobre la educación: Uno

La presidencia española de la Unión Europea, y muy en especial las prioridades enunciadas al efecto por el presidente Rodríguez Zapatero, han vuelto a poner en primer plano el debate sobre la educación. Un reciente informe de la Fundación de Estudios de Economía Aplicada (FEDEA) cifra en 3.300 millones de euros el coste anual de las repeticiones de curso en la universidad; parece que el dato preocupa al gobierno. Conociendo la seriedad habitual de FEDEA, puede uno estar seguro de que el informe estará bien hecho, aunque el enfoque es insuficiente. La universidad española resulta de regular calidad y cara para el contribuyente, pero no es sino una pieza integrante del sistema educativo, que falla en su totalidad. Mal puede funcionar la universidad, si no lo hacen bien la enseñanza secundaria y el bachillerato.

A la hora de señalar causas, avanzo la que me parece más importante, a saber, el absurdo principio de que una enseñanza universal tiene que ser uniforme; parece que muchos piensan que sin uniformidad no hay igualdad. Desde luego que muchos otros no lo piensan, pero claudican ante el principio – no menos absurdo – de que la universalidad tiene que suponer gratuidad para todos. Y una cosa lleva a la otra, porque si el Estado subvenciona toda la educación, el gobierno terminará imponiendo condiciones al sistema, cuando sólo debería imponérselas – y con reservas – a una parte, la enseñanza pública. Semejante esquema procede de la Ley General de Educación, una norma predemocrática cuyos fundamentos ningún gobierno de la democracia, de derecha, centro o izquierda, se ha atrevido a cuestionar, por la sencilla razón de que cuestionarla equivaldría a perder competencias gubernamentales. Ya va siendo hora de que se haga.

Si hubiera que buscar un responsable último de la situación, tendría que encontrarse en la sufrida clase media, siempre tan consciente de sus intereses como carente de criterio. Pues la clase media española se ha creído con derecho a exigir la gratuidad si las clases bajas disfrutaban de ella. ¡Otra cosa no sería “igualitaria”! No ha querido, ni parece querer todavía, darse cuenta de que lo que España necesita no es gratuidad universal, sino calidad universal, y un coste proporcionado a la calidad para los que puedan pagarlo. La clase media cierra los ojos a su propia necesidad histórica de reproducirse, lo que solamente puede lograr por medio de una intensa movilidad social, garantizada por la educación de calidad. La clase media se fortalece cuando los mejores talentos de las clases bajas acceden a ella, no cuando sus mejores talentos propios se malogran porque padres que quieren darse la gran vida ahorran en educación dándoles a sus hijos la gratuita o casi gratuita, igual de mediocre o poco mejor que la que se da a los hijos de los obreros.

¿Pero es que en España, hasta ahora, no ha habido movilidad social? La paradoja es que sí la ha habido, pero ha seguido cauces distintos de los educativos. Mientras los hijos de agricultores y trabajadores humildes, que han tenido estudios universitarios, en general han terminado de cajeros en oficinas bancarias o dependientes en centros comerciales, lo que supone una movilidad horizontal más que vertical, los que han saltado de las clases bajas a la clase media han sido quienes tenían éxito con un modesto negocio de construcción que prosperaba o vendían sus tierras de labor ganando una pequeña fortuna en un buen pelotazo inmobiliario. En esta perversión reside el verdadero drama del modelo del ladrillo. Pero el modelo se acabó y, como no hay bien que por mal no venga, habrá que buscarle reemplazo. Pero no va a ser fácil. No bastará con decir que hay que acceder a una sociedad del conocimiento y la información, para tenerla. La sociedad tendrá que gastar mucho más en educación: la sociedad, y no tanto el Estado.

Yendo a las soluciones, parecen obvias. Hay que terminar con la enseñanza privada concertada. Si algún sector de la clase media y la derecha política que lo representa ven la propuesta como una agresión, es que no han entendido lo que significa la parábola bíblica de vender la primogenitura por un plato de lentejas. Pues a través de los conciertos, la enseñanza privada hipoteca su libertad y somete su comportamiento a pautas de uniformidad que son las causantes del actual desbarajuste del sistema educativo. Lo que hace falta es, precisamente, libertad para experimentar, para buscar sin cortapisas los mejores contenidos y métodos para garantizar el éxito profesional de los egresados de ese sistema, cualquiera que sea el nivel alcanzado. Ya está bien de que contenidos y métodos se dicten desde el ministerio o las consejerías de educación. La administración pública debe limitarse a certificar resultados, mediante las oportunas reválidas, que deberán homologarse a escala europea. Pero, para ello, la enseñanza privada habrá a renunciar a la sopa boba de los conciertos.

El cese de los conciertos liberará recursos para la enseñanza pública, que además de gratuita, deberá de ser de calidad y orientada a la formación del criterio y no al adoctrinamiento: el que quiera adoctrinar a sus hijos, que los lleve a la escuela privada. Y la derecha no querrá entenderlo así, pero ésta es la única manera de resolver satisfactoriamente el problema de la enseñanza de las lenguas en el Estado de las Autonomías. Así se tendrá una enseñanza privada verdaderamente libre y una enseñanza pública de calidad, que es todo lo que se necesita para resolver el problema planteado. No es poco, porque para llevarlo a cabo va a hacer falta una reforma, política y de mentalidades, tan profunda como la propia transición democrática.

Tres ensayos breves sobre la educación. Dos
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