viernes, 17 de junio de 2011

La noche española de los muertos vivientes

En el clásico de terror de George Romero La noche de los muertos vivientes, producida por él mismo de forma independiente en 1968, los protagonistas se encuentran rodeados por multitudes de seres de apariencia humana que sin embargo han perdido todo rastro de humanidad. Son zombis, cadáveres andantes que devoran carne humana con apetito insaciable, convirtiendo a cada víctima en otro de su pavorosa especie. Y resulta casi imposible matarlos. Los disparos – excepto si hacen blanco directo en la cabeza – los frenan pero no los detienen. Su hambre les impulsa hacia delante con una fuerza desesperada, y cuando están ante sus víctimas muestran un gesto de desamparo que hace comprensible el horrendo crimen que están a punto de cometer.

Desde el 15 de mayo de 2011, nuestras plazas y calles se han poblado de seres que recuerdan a aquellos muertos vivientes. Al principio, parecían humanos pero se ha tardado poco en comprobar que no, que de humanos solo tienen la apariencia. Mientras los zombis de Romero apenas acertaban a pronunciar sonidos guturales, éstos articulan algo parecido al lenguaje humano. Dicen palabras y enhebran un discurso, o mejor dicho, múltiples discursos. Pero cuando uno presta atención, sus discursos resultan ser completamente absurdos, concatenación de palabras clave tomadas al azar de las crónicas políticas. Los golpes de los guardias, bien documentados por testimonios gráficos, los derriban y vapulean en el suelo pero ellos vuelven a ponerse en pie como si tal cosa, moviendo sus manitas en alto como pólipos marinos, en un tic que los caracteriza. No deben de pensar porque, si pensaran, no harían las cosas que hacen. Si los zombis del cine lo eran por la radiación emitida en catástrofes nucleares, la energía emitida por manchas solares o virus creados por el hombre para combatir el cáncer, en este caso la causa radica en que estos seres pertenecen a los dos millones de personas que pasan hambre en España, a las decenas de miles de familias que han perdido sus hogares por impago de la hipoteca, o a esa mitad de los jóvenes que no tiene trabajo y ha perdido la esperanza de tenerlo en un horizonte previsible. Quizá la falta de nutrientes o la desesperanza provocan un clic en el cerebro que hace de ellos lo que son. Uno no entiende cómo, pese a la educación para la ciudadanía, pueden hacer y decir las cosas que hacen y dicen. Acaso pertenecen a ese treinta por ciento de jóvenes que nunca termina la secundaria. Tras pasar semanas confinados en una especie de campos de concentración que ellos mismos habían organizado, acaban de levantar esos campos y ahora se dedican a perseguir a políticos, agredir a periodistas y a mostrar sus inclinaciones violentas en cuanto se juntan unas cuantas decenas; su agresividad crece si son centenares. En el fondo, son unos desamparados – como los zombis caníbales – que todavía concitan la simpatía de muchos ciudadanos, no menos ignorantes, quienes, inconscientes de que esa actitud es totalitaria y fascista, todavía creen que así se defiende la «democracia real». Se hacen llamar a sí mismos indignados, pero lo cierto es que indignan a las gentes de bien, que cumplen con su deber ciudadano votando como está mandado, y no como ellos, que violan el derecho de representación política de los demás al amenazar a cargos electos o impedir que parlamentos o consistorios se reúnan. ¿Qué pretenden? Quién lo sabe. Seguro que cosas imposibles, como que la corrupción desaparezca de la política, que la economía no esté regida por el interés de los poderosos, que los medios no manipulen, que la vida sea como se nos dijo que era hasta que empezó la crisis. ¡Pobres diablos!

Firmeza. Las cámaras nos muestran a un orangután rescatando a un pájaro que se ahogaba en un estanque. La compasión es instinto animal. Lo verdaderamente humano es la firmeza.

@purgatecon

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