viernes, 10 de junio de 2011

Reforma de la negociación colectiva

La negociación colectiva es una conquista de la socialdemocracia. El pensamiento liberal la verá siempre como un elemento de «rigidez» en el mercado de trabajo, y a la negociación individual del empresario con el trabajador como la solución óptima. Desde luego, nada de fijar el salario y las condiciones de trabajo a un año vista. El modelo manchesteriano de pagar cada día lo adecuado a las condiciones del mercado – precio de las materias primas, precio de la energía y precio del producto – ese día, «y si no te gusta, no te molestes en volver mañana», puede resultar disfuncional hoy en día (aunque no tanto, si tenemos en cuenta las posibilidades que ofrece la informática), de modo que el liberal podría convenir en que una transacción aceptable sería que el empresario decidiera, no sólo qué debe hacer el empleado (= flexibilidad interna) sino también cuánto debe cobrar (= ajuste del salario a la productividad) mes a mes. La negociación colectiva, que fija obligaciones y salario por un periodo relativamente largo de tiempo, no puede ser, por tanto, más disfuncional al proyecto liberal.

Ciertos empresarios – no todos, desde luego – aceptan de buena gana la negociación colectiva. Y pueden hacerlo bajo la influencia de la doctrina social de la Iglesia, los principios religiosos en general o el simple humanismo, que vea en el trabajador antes a la persona que a la mercancía fuerza de trabajo. Eso se llama economía social de mercado, concepto de raíz democristiana que es enteramente complementario de la socialdemocracia. (Véase, al respecto, la entrada “El modelo alemán”, haciendo clic en la etiqueta ‘socialdemocracia’). No todos los empresarios españoles encajan en ese grupo, como digo; ni tampoco todos los empresarios con creencias religiosas, ni siquiera todos los católicos. Dentro del cristianismo e incluso del catolicismo, hay sectas que opinan que el libre mercado es un regalo de Dios a los hombres y que su advertencia a Adán fue: «Ganarás el pan con el sudor de tu frente y obtendrás la oportunidad de ganarlo en el libre mercado», aunque la Biblia no recoja la última parte. Y si el libre mercado – contra lo proclamado por el papa León XIII en la encíclica De rerum novarum – es un regalo de Dios, cualquier interferencia en su funcionamiento es pura soberbia humana condenada al fracaso. Gran parte de los problemas de la negociación colectiva en España proceden de la división de la patronal española entre liberales y democristianos. Generalmente, los primeros llevan la voz cantante.

Con una patronal escorada ideológicamente contra la negociación colectiva, no debe sorprender el fracaso del diálogo social para su reforma. Los empresarios saben que los sindicatos no aceptarán de buen grado ninguna reforma que debilite la negociación colectiva, y a ellos no les interesa ninguna que la fortalezca. A la vista del desencuentro entre los agentes económico-sociales, el gobierno ha ensayado una transaccional que profundizará la segmentación del mercado de trabajo.

Los empresarios se quejan del mantenimiento de la ultraactividad y de la falta de flexibilidad interna. Lo primero – como he señalado en alguna ocasión – es peregrino. La ultraactividad protege al débil en la negociación; suprimirla presupone, sencillamente, imponer la ley del más fuerte. La insistencia de los empresarios en ella sólo significa que ellos se creen ahora los más fuertes. En cuanto a la flexibilidad interna, el gobierno la ha concedido al cien por cien, y también el ajuste de los salarios a la productividad, en las empresas que emplean trabajo precario, que es el que realmente importa al gobierno a efectos de la creación de puestos de trabajo.

La clave de la reforma estriba en la preeminencia de los convenios de empresa sobre los convenios de sector, y principalmente los provinciales. El cambio es monumental. Hasta ahora, si uno quería crear una empresa, aparte de otros requisitos legales, tenía que leerse el convenio sectorial y calcular si los números le salían con los salarios allí estipulados. Ahora, podrá pedir trabajadores a la oficina de colocación y, en la entrevista, aclarar: «En esta empresa va a haber un convenio que fija la remuneración del trabajo en el salario mínimo y las categorías profesionales en una sola: chico/chica para todo. ¿Lo firmas? ¿Sí? Tienes trabajo. ¿No? El siguiente». Nada cuesta pronosticar que esta reforma ahondará las diferencias entre los dos segmentos básicos del mercado laboral, un segmento de asalariados con garantías y otro de «trabajo precario», sin ellas; y dejará sin negociación colectiva efectiva al segmento precario, hasta ahora con contratos temporales y desde ahora también a salario mínimo y con total polivalencia. A estos efectos, la reforma en curso se equipara a la de 1984, que prescindió de la causalidad en los contratos temporales e inició la segmentación del mercado laboral.

Hace un par de meses, califiqué la reforma laboral de «diversión irrelevante en el largo plazo». Reconozco que me precipité. Esta reforma podrá crear empleo neto en el largo plazo, aunque los efectos a corto y medio plazo, dada la previsible conversión de trabajo con garantías en trabajo precario, es incierto. Hay otro importante efecto que será perceptible incluso en el corto plazo: una intensa transferencia de recursos desde las rentas del trabajo a las del empresariado. Teniendo en cuenta cuál es la renta media declarada por los empresarios, cualquiera se puede hacer una idea de lo que esto supondrá para el déficit público.

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