MYCCA
El año que España aprobó su Constitución yo era un joven economista que, estando a tiempo parcial en la universidad, recibió la oportunidad de entrar a trabajar en el gabinete técnico de la unión sindical de Madrid de Comisiones Obreras. Desde el principio, me especialicé en expedientes de crisis, lo que ahora se denominan “expedientes de regulación de empleo”. (En aquella época, los trabajadores llamaban expediente de crisis al que comportaba despidos y expediente de regulación de empleo al que reducía la jornada o mandaba temporalmente a toda o a parte de la plantilla al paro). No recuerdo el número exacto de empresas que atendí. En todo caso, docenas, en su mayor parte de la industria siderometalúrgica.
Con frecuencia me acuerdo de MYCCA, una empresa de calderería y estructuras metálicas de unos 250 trabajadores, a la entrada de Alcalá de Henares. Todos estaban afiliados a CC.OO. (lo que era el caso de muchas empresas entonces) y, por alguna razón, Juan José Mingallón, el secretario general del sindicato provincial del Metal de Madrid, le había tomado cariño a MYCCA; y como él y Salce Elvira, entonces secretaria de Empleo de la unión, y Antonio Galán, otro miembro de la ejecutiva de Metal, eran como uña y carne, y daba la casualidad de que necesitaban un economista, durante mucho tiempo le dedicamos los cuatro una cantidad de esfuerzos desproporcionada a los recursos con que contábamos entonces para atender a todo el Metal de Madrid. Pero así suelen ser las cosas en etapas de la vida en que uno se encuentra desbordado.
Desde el principio, el empresario quiso reducir plantilla por medio de expedientes, y ni en una sola ocasión los firmamos. Negociamos bajas incentivadas, pactamos media jornada para todos, mandamos a la mitad de la plantilla al paro por turnos; lo que fuera, pero ni un solo despido. En realidad, creo que no firmamos un solo despido jamás, en ninguna empresa. Las empresas sobrevivían o se hundían, con independencia de los despidos. Donde sobrevivían con nuestro apoyo era por medio de expedientes de regulación de empleo que nunca incluían despidos traumáticos. Después del tercer o cuarto expediente en MYCCA, el empresario nos presentó un plan volviendo a la idea inicial. Quedaban 140 trabajadores, y se trataba de quedarse con 60 y despedir a los 80 restantes. Nos reunimos – entonces Mingallón había sido sustituido por Paco Hortet al frente del sindicato del Metal y creo recordar que Antonio Galán ya no estaba – y yo expuse mi opinión: era eso o el cierre de la empresa. Decidimos planteárselo así a los trabajadores. Esperaba yo una dura oposición, por lo menos al principio, teniendo en cuenta que eran más de la mitad los trabajadores que se quedaban en la calle. Pero no hubo ninguna; si acaso, preguntas de aclaración. Nos habían visto dejarnos literalmente los dientes durante meses, en realidad, casi dos años, convencidos ellos cada vez de que prolongar la vida de la empresa un mes más era prácticamente imposible, y cuando llegamos confirmando sus peores temores no lo dudaron y confiaron en nosotros a ciegas, como quien dice. Se hizo la reestructuración como el empresario exigía, y a los pocos meses la empresa cerró.
Dos dudas me asaltan en relación con esta anécdota de mi juventud. A la primera – si no habría sido preferible firmar desde el principio los despidos, para así quizá salvar la empresa – apenas le doy importancia: el sector de calderería estaba condenado en Madrid; decenas de empresas cerraron, muchas de ellas a pesar de haber realizado despidos, enviando a miles de trabajadores al paro, y de hecho MYCCA fue una de las últimas, si no la última, en cerrar. La segunda es más inquietante: visto que la empresa cerró de todos modos, ¿no habría sido mejor mantenerse al margen y haberles ahorrado a los trabajadores y a nosotros mismos el mal trago de aceptar aquellos despidos para nada? Yo habría podido terminar mi carrera como economista del sindicato con el legítimo orgullo de no haber firmado un solo despido en cuatro años, al tiempo que librarme de un recuerdo incómodo que me ha perseguido durante años, qué digo, durante décadas.
Y cada vez que me asalta esa duda me respondo, con creciente convicción, que hicimos lo correcto. Porque nada está escrito, y porque la suerte no está echada hasta que la última carta está sobre la mesa. Porque nuestra obligación como seres vivos es luchar hasta el último aliento por seguir vivos.
Etiquetas: sindicatos
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