martes, 26 de octubre de 2010

Reformas estructurales, o La carta a los Reyes Magos

El Banco Mundial empezó a hablar de reformas estructurales a mediados de la década de los ochenta, tras la crisis de la deuda externa de los países en vías de desarrollo (1982). Hasta ese momento, se había dado por supuesto que el volumen de producción agregada y de empleo se determinaba, dada la escala de acumulación de capital, con arreglo a la demanda efectiva. Si la demanda era la adecuada, el pleno empleo sería un hecho; si no lo era, se debía a que la demanda era insuficiente. Pero a partir de la época a que me refiero, se empezó a pensar que había una tasa de desempleo (NAIRU) que no se podía absorber incrementando la demanda efectiva, porque en su lugar lo que aumentaba era la inflación. En esa escala de producción, lo único que permitía continuar reduciendo el paro era el aumento previo de la escala de acumulación de capital. Las medidas tendentes a forzar el aumento de la escala de acumulación de capital se llamaron reformas estructurales.

Así pues, las reformas estructurales no son más que medidas extraordinarias de aceleración de la acumulación capitalista, que permitan una elevación sostenida de la escala de producción y del volumen de empleo que puede sostener una economía. Hasta aquí no hay ninguna duda, y lo dicho podría formar parte del consenso de la profesión. La discusión empieza cuando se entra a concretar qué medidas interesan. Algunos tiran del recetario del Banco Mundial en los ochenta y noventa, sin reparar o sin importarles que tales recetas se dispensaran para países en vías de desarrollo, y no países desarrollados. Así, flexibilizar el mercado laboral (es decir, abaratar el despido y favorecer todo mecanismo que permita un ajuste lo más exacto posible de los salarios a la productividad) es una receta del gusto de muchos, como reducir el tamaño del sector público y privatizar todo lo humanamente privatizable lo es de otros, con frecuencia los mismos. Algunos llegarían a reconocer que un dictador benevolente y bien asesorado es un sistema político más eficiente que la mejor de las democracias.

Lo importante es que las reformas estructurales probablemente deprimirán la demanda – y con ella el empleo – a corto plazo a cambio de la promesa de mejorar mucho ambos en el futuro. Pero no hay ninguna teoría que nos diga a ciencia cierta que la promesa implícita en una medida concreta se cumplirá. Cualquier reforma estructural es una carta a los Reyes Magos, por más seguridad que se quiera poner en la certeza de sus efectos. Porfiar por una reforma estructural por cuestión de fe en ella es proclamar la fe del carbonero. Por ejemplo, el presidente del gobierno quiere hacernos creer a pie juntillas en la reforma laboral que ha emprendido, así como en la reforma del sistema de pensiones. Como cada medida tiene ventajas e inconvenientes, y el predominio de aquéllas sobre éstos es algo que depende sobre todo de la marcha de la economía global, pocos dan credibilidad a sus promesas. Y, en consonancia, cada cual redacta su propia carta. El todavía presidente de la CEOE, Gerardo Díaz Ferrán, querría cualquier medida que nos haga trabajar más por menos retribución; el presidente del Instituto de la Empresa Familiar, Isak Andic, que debe tener manía a los funcionarios, propone sustituir el empleo seguro de que disfrutan por un contrato laboral, como todos, y vincular su salario a su productividad. Ahora que el gobierno ha fracasado, con toda evidencia desde mayo, en reducir – siquiera gradualmente – el paro, se abre un concurso de despropósitos milagreros que nos saquen de esta situación.

Pues yo también voy a proponer mi reforma estructural, para no ser menos. Y a fe de Adam Smith que es la más razonable de todas, porque va directamente a la raíz del problema. Propongo una modificación de la Ley de Sociedades Anónimas, en el artículo que establece que la reserva legal debe ser un 10 por ciento del beneficio neto del ejercicio, hasta completar un 20 por ciento del capital social, por una nueva norma que prescriba un mínimo del 50 por ciento del beneficio neto, sin límite. Así conseguiremos muchas cosas. Primero, que los accionistas, al recibir menos dividendo, se aprieten el cinturón, como todos. Al principio, eso reducirá algo su consumo (como la reducción de sueldo ha hecho disminuir el de los funcionarios) pero incrementará la escala de acumulación de capital productivo en las empresas, y a la larga aumentará considerablemente la capacidad de generar beneficios. Segundo, al crecer la autofinanciación empresarial, supliremos al menos parcialmente la carencia de crédito bancario. Tercero, y ya que la reducción del déficit obliga al gobierno a recortar la inversión pública, al menos relanzaremos la inversión privada, con lo que el negativo efecto de las medidas de ajuste sobre la demanda agregada será menor. Cuarto, el capitalismo español perderá algo de su carácter depredador. Tal y como ocurre en Japón (donde las empresas apenas reparten dividendos, acumulan casi todo el beneficio y se retribuye al accionista por medio de revalorizaciones bursátiles), los trabajadores se sentirán más identificados con los objetivos de la empresa.

¿Alguien da más por una reforma estructural?

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@purgatecon

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