lunes, 8 de marzo de 2010

Hoy es noticia

Muchas veces se habla de la contribución de los inmigrantes al crecimiento económico de los países desarrollados. España ha tenido oportunidad de constatarlo en los últimos lustros, desde mediados de la década de 1990. La acción – llamémosla “beneficiosa” – de la inmigración se establece en un doble plano. Primero, incrementa la cuantía de los recursos humanos disponibles, lo que eleva lo que los economistas llaman el output potencial y facilita un crecimiento macroeconómico no inflacionista. Segundo, y aunque los inmigrantes suelen especializarse en empleos inferiores, que no quiere la mano de obra autóctona, es innegable que, manteniendo bajos los salarios en esos empleos, imponen un freno – por así decirlo – al crecimiento del conjunto de los salarios en los trabajos menos cualificados, sean desempeñados por personal autóctono o inmigrante, por los posibles efectos rebosamiento desde los empleos menos deseados a los más deseados, dentro de los de escasa cualificación. El aumento de la mano de obra disponible para los empleos de baja cualificación, más que proporcional con el de la mano de obra cualificada, tiende a aumentar el producto marginal de esta última; eso, unido al mantenimiento de bajos salarios en los empleos de baja cualificación, se traduce en crecientes ingresos para los empleos de alta cualificación en un marco de precios relativamente estable. Que es exactamente la envidiable situación que hemos estado viviendo en España.

Ahora bien, si se admite ese razonamiento – y no creo que haya muchos economistas que no lo hagan – habrá que admitir que la contribución de la mujer al crecimiento en las últimas décadas ha tenido que ser muy superior. No sólo porque la incorporación de la mujer al mercado laboral ha actuado durante más tiempo (prácticamente, desde comienzos de la década de los ochenta, o incluso antes) y afectado a muchos más individuos (casi la mitad de la población activa, en casi todo el mundo desarrollado), sino porque esa incorporación ha seguido líneas maestras que podrían equipararse a una inmigración interior, por así decirlo, “de la familia a la empresa”. En todo ese tiempo, las mujeres se han encargado de empleos inferiores, despreciados por los varones, y lo han hecho por salarios inferiores a los que hubieran percibido los varones de similar cualificación, con efectos similares a los descritos para la inmigración. Y cuando se han hecho cargo de tareas similares a los hombres, lo que reducía el producto marginal de ambos sexos en esos puestos, se ha pagado a las mujeres salarios reducidos que permitían conservar el poder adquisitivo de los varones. Bueno, en realidad, este último efecto es contraproducente para el crecimiento, pero no cabe duda de que la importancia cuantitativa del primero (el de inmigración interior, de la familia a la empresa) ha tenido que ser muy superior.

Sin despreciar los ahorros energéticos que se han producido desde la crisis del petróleo, en 1973, ni tampoco el desarrollo tecnológico acaecido en la última fase expansiva del ciclo de larga duración, creo que la mayor parte del mérito del crecimiento no inflacionista de casi tres décadas anteriores a la crisis hay que atribuírselo a la contribución productiva de la mujer.

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@purgatecon

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