lunes, 4 de abril de 2011

Crisis de sobreinversión acumulada

En varias ocasiones he criticado la visión vulgar de la crisis, profusamente difundida por diversos medios, y según la cual el problema de España radica en que los españoles hemos estado viviendo por encima de nuestras posibilidades, es decir, disponiendo de más bienes y servicios de consumo que los que producíamos nosotros o podíamos adquirir mediante intercambio. Muchas recetas de política económica emanan de esta visión. Destacan la prescripción de políticas de austeridad y la machacona recomendación de ajustar los salarios a la productividad (claro: gastamos más de lo que producimos porque nos pagan más de lo que producimos), entre otras «genialidades».

Los datos cuentan una historia bien distinta. Los del Banco de España no pueden ser puestos en duda. Según ellos, la economía española ha visto empeorar drásticamente su posición financiera frente al exterior. En román paladino, toda economía presta y pide prestado; lo que los bancos, gobierno, sociedades no financieras y familias españoles deben al resto del mundo excede en casi un billón de euros lo que nos deben a nosotros. En términos de porcentaje sobre el PIB, que es como nos gusta verlo a los economistas, ese déficit financiero ha pasado desde -38% en 2002 y -43% en 2003, los últimos años del gobierno Aznar, pasando por -52% en 2004 hasta -89% en el 3er trimestre de 2010. Aquí, el análisis ramplón de aquellos a quienes gusta el trazo grueso diría que está claro que es culpa de los gobiernos de Rodríguez Zapatero. Pero un análisis más desapasionado muestra otras cosas, mucho más interesantes para la definición de una correcta política económica.

Cuando se distingue entre sectores económicos, los bancos y cajas revelan un apreciable esfuerzo – en su conjunto – por desapalancarse. Su saldo financiero siempre ha sido positivo, en términos de porcentaje del PIB (excepto en 2006) y ha mejorado bastante en los años de la crisis. Así, se mantuvo por debajo del 3% hasta 2007; después saltó al 11% en 2008, porcentaje en el que se mantiene actualmente. Así pues, entre 2003 y 2010 el saldo financiero de la economía española empeoró en 46 puntos porcentuales del PIB (de -43% a -89%) y el de los bancos y cajas mejoró en 10 puntos porcentuales. Teniendo en cuenta que el de otras instituciones financieras mejoró un 1% en ese periodo, el saldo conjunto de los restantes sectores, gobierno, empresas no financieras y familias, ha tenido que empeorar en 57 puntos porcentuales del PIB.

El primer sospechoso de causar el endeudamiento agregado es, naturalmente, el gobierno y, después, el excesivo consumo de las familias. El gobierno ha pasado de un endeudamiento neto del -40% del PIB en 2002 a uno del -19% en 2007: eran los años del superávit presupuestario, que facilitaba la amortización de deuda. A partir de 2008, su endeudamiento neto invierte la tendencia y empieza a crecer, hasta alcanzar el -38% del PIB en el 3er trimestre de 2010, menos incluso que 2002. ¿Y las familias? Su posición financiera en 2002 era de superávit, equivalente a un 94% del PIB, y ha caído al 74% en 2010; eso explica 20 puntos porcentuales, pero ¿qué explica los restantes treinta y tantos?

El culpable resulta ser el menos sospechoso de los personajes: las empresas no financieras. Su endeudamiento neto representaba el -96% del PIB en 2002; así, la financiación provista por las familias en ese año (94% del PIB) casi bastaba para atender a la financiación requerida por las empresas. A partir de ese momento, ambas crecen pero la financiación requerida por las empresas lo hace de forma mucho más intensa. En 2006, la financiación aportada por las familias supera por única vez en los tiempos recientes la cuantía del PIB (104%), mientras que la financiación requerida por las empresas era casi una vez y media el PIB (-146%). ¿Quién aportó el -42% de financiación de las empresas, que ya no aportaban las familias? Básicamente, el sector público, que redujo su propio endeudamiento hasta el 24% del PIB y el resto lo aportó el sector exterior. En 2007, el desequilibrio fundamental no hizo más que agravarse, con la brecha entre financiación provista por las familias (94% del PIB) y financiación requerida por las empresas (-156%) ascendiendo a un -62% del PIB. El sector público redujo todavía más su endeudamiento – hasta el 19%, mínimo histórico de la democracia – mientras el resto del mundo debía proveer la diferencia (-78%).

En ese preciso momento, 2007, se aprecia la verdadera naturaleza de la actual crisis en su impacto sobre la economía española. Con la deuda pública en mínimos históricos, la deuda exterior de España se ha disparado como consecuencia de que, aunque las familias siguen teniendo una posición financiera muy saludable – prueba de que no gastan demasiado – eso no es suficiente para atender las necesidades financieras de la empresas, que fuerzan a la economía española a endeudarse de forma muy importante con el exterior. Poco después de esa foto, la crisis financiera no hace más que reventar una estructura agregada ya marcada por un exceso de inversión de las empresas no financieras, que – por así decirlo – está hipotecando la riqueza acumulada por las familias. El primer efecto de la crisis es la contracción de la posición acreedora de las familias, que, golpeadas por la crisis, tienen que liquidar parte de su riqueza acumulada para atender gastos corrientes. Entonces es verdad, por primera vez, que las familias españolas consumen más de lo que producen, y tienen que desinvertir para financiar la diferencia. Su posición financiera cae al 68% del PIB en 2008, mientras la financiación requerida por las empresas cae de forma mucho más moderada, hasta el -136% del PIB; con ello, la brecha financiera entre familias y empresas se ensancha a -68%. Los seis puntos adicionales al registro del año anterior, más un mayor endeudamiento público, lo cubre el desapalancamiento de bancos y cajas, con el recurso al sector exterior manteniéndose prácticamente estable.

Hasta aquí se trata de un desarrollo previsible, y que debería haber conducido sin dificultad a la recuperación, con sólo que las familias hubieran recuperado poco a poco su posición financiera y las empresas se hubieran desapalancado en una medida razonable. Lo primero ha ocurrido y lo segundo no, y no sirve echarle la culpa al gobierno. En el transcurso de la crisis, las familias han recompuesto algo su posición financiera (al 74% del PIB), sin alcanzar ni de lejos los niveles anteriores a la crisis. En este sentido, es completamente cierto que las familias españolas se han empobrecido relativamente a los niveles anteriores a la crisis. Las empresas no financieras, por su parte, siguen endeudadas por un importe equivalente al -138% del PIB, lo que supone una brecha de financiación que no baja del -62%. El sector público se ha endeudado más – ésta es la principal diferencia comparativamente al comienzo de la crisis –, hasta el -38% del PIB. El sector financiero aporta financiación neta por importe equivalente al 11% del PIB. Como consecuencia, el endeudamiento con el exterior ha aumentado hasta el -89% del PIB.

Las conclusiones del análisis son claras: no hemos vivido por encima de nuestras posibilidades, como querrían los apóstoles de la austeridad. La reducción del endeudamiento público en 15 ó 20 puntos porcentuales del PIB, digamos, a los niveles inmediatamente anteriores a la crisis, como se nos predica, no permitirá a las familias recuperar la riqueza que han perdido durante la crisis, toda vez que ese empobrecimiento es consecuencia de la caída de la renta disponible. Con toda probabilidad, la reducción del déficit y de la deuda pública provocará más efectos del tipo que ya estamos viendo: el ahorro de las familias, que subió al 25% de la renta disponible al comienzo de la crisis, vuelve a estar en el 13%. No es que las familias consuman más; es que disponen de menos renta y su resistencia a rebajar el consumo se traduce en disminución del ahorro.

Si la sociedad española no ha vivido por encima de sus posibilidades, y la crisis la fuerza ahora, bien a vivir peor, bien a acumular menos riqueza, es porque, para España, ésta es una crisis de exceso de inversión por parte de las empresas no financieras. La inversión de éstas se disparó en el quinquenio 2002-2007, dejando muy atrás las capacidades de financiación provistas por el ahorro de las familias. La crisis vino a poner este desequilibrio fundamental al descubierto. El hecho de que una gran parte de esa inversión se destinara a la especulación inmobiliaria y a la construcción (el «modelo del ladrillo») es circunstancial y secundario al hecho básico de que las empresas invirtieron demasiado, tanto que no podían financiarlo sin endeudarse y endeudar a la economía española más allá de nuestras posibilidades de devolución de esa deuda. Ahora estamos lastrados tanto por nuestro nivel de endeudamiento como por el hecho de que aquello en lo que invertimos no encuentra salida en el mercado.

Ante una situación así, hay varias políticas y no sólo una. Una política es la austeridad: aceptemos la situación, repartamos la pérdida que ha causado la especulación inmobiliaria (pues de eso se trata, en definitiva) asumiendo que, más o menos, todos hemos sido especuladores. La sociedad se resiste a esa política, porque supone la solidaridad de todos con los que más han especulado. Otra política es el ajuste puro y duro: que cada palo aguante su vela, que quien más se ha endeudado para especular, se hunda con los precios del suelo y la vivienda. Y todavía una tercera busca mantener la situación, no caer en la austeridad que socializa las pérdidas ni permitir que se ajuste todo lo que habría que ajustar, esperando que el turismo se reactive, los extranjeros vuelvan a España, comiencen de nuevo a comprar propiedad inmobiliaria aquí, proporcionen a los inversores liquidez para devolver los préstamos, las empresas no financieras puedan desapalancarse y se restablezca cierta normalidad poco a poco, con el menor trauma posible. Yo diría que la primera política, la austeridad como fórmula de solidaridad de todos con los que más han especulado, es la del PP. La tercera es la de José Manuel Campa, secretario de Estado de Economía, verdadero «cerebro gris» del gobierno, y con toda probabilidad el único que tiene claro a dónde debería conducir la actual política. Solamente tengo un problema con esa política: es típica del purgatorio económico, y como todas las políticas del purgatorio económico, no creo que sea viable. Es por eso que me inclino por tener preparada una opción de recambio, que no sea la de austeridad, para el momento en que se demuestre la inviabilidad de la política del gobierno.

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@purgatecon

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