jueves, 11 de marzo de 2010

El futuro del turismo en España

El turismo ha desempeñado un rol medular en la configuración del viejo modelo productivo. En la década de 1960, cuando los inmigrantes rurales en las grandes ciudades todavía se hacinaban en poblados de chabolas, Manuel Fraga Iribarne, desde el ministerio de Información y Turismo, puso en marcha un experimento económico-social sin precedentes. Escogió tres municipios (Benidorm en Alicante, Calviá en Mallorca, y Torremolinos en Málaga), en los que la tierra era especialmente pobre y, por consiguiente, barata, y los promocionó internacionalmente como destinos turísticos. El experimento tuvo éxito, y los cambios que facilitó fueron revolucionarios. La tierra dejó de valorarse por su productividad agrícola y empezó a tener un precio dependiente de su valorización urbanística.

Después de casi medio siglo, tenemos lo que tenemos. Por una parte, la burbuja inmobiliaria, originada e inflada en gran medida por la especulación en las costas, se ha pinchado pero nos ha dejado un paisaje degradado como entorno natural. Por otra, varias Comunidades Autónomas no pueden – sencillamente, no pueden – prescindir del turismo como fuente de ingresos para su población. Y, por último pero no menos importante, hace por lo menos dos décadas que se oye a los responsables políticos y empresariales quejarse de la mala calidad del turista medio que viene a España, y entonar loas a cualquier actuación que atraiga a un “turismo de calidad”, aunque las actuaciones de esa clase suelen limitarse a instalar campos de golf y construir puertos deportivos.

La inevitable reflexión es la siguiente. El mundo no saldrá de esta crisis como entró en ella. Un día, los PIB dejarán de caer, el paro se estabilizará y luego descenderá, y los turistas volverán a viajar. Pero esos turistas no serán como los de antes de la crisis. Sobre todo los turistas de mayor poder adquisitivo serán consumidores con un refinado gusto por la naturaleza, el arte y la cultura, y un no menor aborrecimiento por los monumentos al hacinamiento urbanístico y al mal gusto colectivo en que hemos convertido nuestras zonas turísticas más emblemáticas. Tal y como van las cosas, saldremos muy mal colocados en la carrera por captar los segmentos de mercado más lucrativos.

La reflexión es relevante a la luz de la decisión del gobierno de impulsar un ambicioso programa de rehabilitación de viviendas, con la inversión de casi 4.500 millones de euros de aquí a 2012 y la creación de 350.000 puestos de trabajo. Muchas de esas viviendas estarán localizadas en las zonas turísticas, donde los edificios más antiguos son de mala calidad y empiezan a tener más de cuarenta años. Ahora bien, cuanto más dinero se sepulte (cuanto mayores, en el lenguaje de los economistas, sean los costes hundidos) en esa clase de activos, más duro resultará a sus propietarios desprenderse de ellos.

¿No sería apropiado, como digno prólogo a un verdadero cambio de modelo productivo, dedicar una parte de ese dinero a un plan de demoliciones generalizadas, empezando por zonas piloto (dos o tres municipios serían suficientes, como antes lo fueron para poner en marcha el modelo anterior), que saneara a fondo el paisaje y lo adaptara a los gustos de los turistas de mayor poder adquisitivo en un mundo pos-Kioto? Este plan tiene un inconveniente, desde luego, que no cabe ocultar: no todo el dinero invertido tendrá efectos inmediatos en la creación de puestos de trabajo, porque habrá que indemnizar a los propietarios afectados. Pero no cabe duda de que ofrecería la clase de futuro que el sector turístico está necesitando.

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@purgatecon

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