jueves, 14 de abril de 2011

Ochenta años después

Hay no sé cuánta gente empeñada en ponderar las virtudes del llamado «modelo alemán» en economía. Yo mismo tengo un interés grande en ese «modelo», y algo he escrito sobre el particular. Pero, lamento decirlo, me parece un absoluto disparate diseñar políticas económicas que pretendan imponerlo en España, con reformas estructurales o sin ellas. Y espero explicarme con claridad.

El «modelo alemán» requiere unos consensos básicos entre las distintas fuerzas políticas y sociales, que son trasunto de un consenso básico en la sociedad civil. Dicho consenso es una manera común – con matices, por supuesto, pero partiendo de una forma compartida – de concebir la historia alemana. El consenso se refiere a la manera de entender el fenómeno del nazismo. El nazismo fue aupado al poder por una alianza de los terratenientes prusianos (Junkers) y las clases medias urbanas, bajo la benevolente mirada del gran capital industrial y financiero. Con el tiempo, tanto los terratenientes como los industriales salieron escaldados, ante el ascenso de una nueva burguesía (de la cual la célebre IG Farben era emblemática representante), todopoderosa y arrogante, surgida de las clases medias a través del filtro del partido nazi y las SS. Pero lo cierto es que todos ellos prestaron su conformidad al régimen totalitario, recibido con pasmo por una clase obrera que vio descender el paro con Hitler prácticamente a cero. Al final, todos acabaron pringados. Y ese fue el origen del consenso básico. Tras el catastrófico final, en 1945, todos pudieron igualmente entrever la magnitud de la equivocación histórica que habían cometido, y se juramentaron para que eso nunca volviera a ocurrir. A partir de ese consenso básico, se pusieron a continuación de acuerdo en resucitar los logros políticos y sociales de la república de Weimar y de su incipiente «estado de Bienestar», rebautizado economía social de mercado. Tras unas disensiones iniciales sobre el sentido histórico de ésta, entre democristianos y socialdemócratas, entre patronal y sindicatos, todos acabaron convergiendo, dos décadas después de la hecatombe nazi, en la Gran Coalición de finales de los años sesenta del siglo pasado, verdadero origen próximo del «capitalismo renano», que es la expresión concreta en que se plasma el consenso básico del modelo alemán.

En España, falta por completo un consenso básico que se pueda comparar al alemán. Nuestra experiencia paralela del régimen nazi es la II República y la Guerra Civil. Donde los alemanes están de acuerdo en repudiar el nazismo, los españoles seguimos tan divididos acerca de la República y la Guerra como en 1939. Para algunos españoles, la República es el antecedente inmediato, en los órdenes jurídico y político, de la España democrática de hoy día; para otros españoles, fue un régimen débil que se dejó arrastrar a la anarquía por el fanatismo, quizá de unos y de otros. Unos españoles quieren desenterrar muertos de las cunetas e investigar minuciosamente las desapariciones; otros quieren dejar en paz a los muertos, y más en paz todavía a ciertos vivos. Unos querrían perseguir judicialmente los crímenes contra la humanidad que pudieron cometerse; otros sostienen que se cometieron crímenes en ambos bandos y para eso mejor no escarbar en la memoria. Unos apelan a la justicia humanitaria; otros sientan en el banquillo a los partidarios de esa pseudo justicia. Etcétera, etcétera.

Pero no termina ahí la cosa. Sigue habiendo dos Españas, y una todavía consigue helarnos el corazón. O mejor, hay España y anti-España. Los partidarios de España, una, grande y libre (hermosas palabras, por qué no) defienden «la unidad de sus tierras y de sus hombres», que es, en lo fundamental, lo mismo por lo qué Franco desencadenó la Guerra Civil; y una unidad en el nacional-catolicismo, que restrinja el divorcio, niegue el aborto y el matrimonio homosexual, al tiempo que dé más carácter administrativo que verdaderamente político a las autonomías regionales. La anti-España, en cambio, se siente a gusto entre nacionalismos independentistas o al menos «soberanistas», quiere que aborten las niñas de 16 años sin consentimiento paterno y está dispuesta a entregar infantes inocentes en adopción a personas con inclinaciones sexuales contrarias a la naturaleza. Ni siquiera hablan el mismo castellano: unos llaman al pan, pan, y a la guerra, guerra; otros, llaman guerra a lo de Irak e intervención humanitaria a lo de Afganistán y Libia. No hace falta que desgrane la diferente consideración que merecen, a unos y a otros, regímenes como el castrista en Cuba o el chavista en Venezuela, por no hablar de la consideración, igualmente diferente, del trato que habría que dispensar a dictadores como el general chileno Pinochet.

Las diferencias son incluso más profundas que todo eso. En el tema del terrorismo, es la convicción inamovible de los partidarios de la España, una-grande-y-libre, que ellos, ellos solos, lucharán hasta el fin de ETA. En eso siguen la doctrina Mayor Oreja, según la cual los partidarios de la anti-España no pueden luchar de corazón contra el terrorismo separatista, dispuestos como están a transigir con el separatismo, con tal de que no sea violento. Está, al parecer, en la naturaleza de la anti-España luchar contra el terrorismo de ETA sólo porque es terrorismo, no porque sea separatista; y eso determina que su lucha esté llena de contradicciones, con lo que no puede evitar oscilar cual péndulo del extremo violento de los GAL al extremo derrotista de las negociaciones de paz de Zapatero. La España, una-grande-y-libre, lo tiene más fácil y, por ende, lo debe hacer mejor: ella lucha contra ETA tanto en cuanto terrorista como en cuanto separatista, y doblemente mejor en cuanto separatista porque es terrorista. Y lo peor que puede hacer un representante de la anti-España, como Rubalcaba, es aparecer ante la opinión como el gestor de una eficiente política antiterrorista, que ha desmantelado media docena de cúpulas de ETA y metido entre rejas a docenas de terroristas. Aquí, la España una-grande-y-libre pierde los papeles y, lo que es peor, la cabeza y se afana, contra todo sentido común, en demostrar que el tal Rubalcaba, en el fondo de su corazón, es un amante de ETA: sí, digo bien, un amante de ETA, que por el amor que profesa a la organización terrorista, o al separatismo de su ideario, o a ambos, ha llegado al extremo de colaborar con la banda armada, avisando a ésta de una redada (que se sepa) que estaba a punto de caer sobre ella. Y se trata, no ya de desprestigiar al representante in pectore de la anti-España, sino – si es posible – sentarle a él o a sus colaboradores más cercanos en el banquillo y meterlos en la cárcel, como hace años se intentó con Felipe González y se logró con Barrionuevo. Y lo más sorprendente es que este mismo Rubalcaba era valorado, por la España una-grande-y-libre, como el más confiable interlocutor en la anti-España; como el hombre más capaz de tender puentes entre una orilla y otra de la gran catarata que nos separa; como un protagonista necesario, en suma, del pacto de Estado entre los grandes partidos que habría de devolvernos la esperanza en medio de la crisis y dirigirnos con mano firme pero amable por la senda de la recuperación económica. Se diría que, al apuntar y disparar contra Rubalcaba toda su artillería pesada, en una verdadera guerra de asedio que dura ya más de treinta semanas, ha querido esa España demostrar que ella es la única capaz de sacarnos de la crisis y de devolvernos el sentido de nuestra unidad de destino en lo universal. (¡Oh, perdón! Ahora caigo en la cuenta de que estos buenos señores y señoras lo único que quieren es que se cumpla la ley y se respete el Estado de derecho. Perdón, perdón).

¿«Modelo alemán», aquí, en España? ¿De qué estupideces se está hablando?

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@purgatecon

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