lunes, 18 de abril de 2011

Gallardón y los mendigos

Es digna de atención la propuesta del alcalde de Madrid, en el sentido de que el gobierno de la Nación debería hacer aprobar leyes conminando a los mendigos a alojarse en refugios al efecto, en vez de utilizar la vía pública para “usos indebidos”: tal es la expresión que he oído de sus labios. Desde la izquierda y desde el propio Partido Popular, en que milita el alcalde, se ha criticado la propuesta por restrictiva de los derechos individuales, fundamentales o humanos, según la versión. Pero algunos medios han empezado a tomar posiciones a favor, si bien de forma discreta.

Llamativo es que el alcalde haya apelado a la autoridad del gobierno en lugar de promulgar un bando municipal que fuera directamente al asunto. Él se defiende diciendo que carece de competencias para ello, aunque si el Estado las tiene, no se ve por qué el Ayuntamiento no puede tenerlas. Si dormir en la calle es un derecho fundamental, entonces ni el parlamento puede suprimirlo; si no lo es, y no lo es porque no está regulado por la Constitución, entonces cualquier poder público puede entender en la materia. Pero lo que el alcalde parece querer decir es que él prefiere que sea el gobierno el que establezca la obligatoriedad de dormir en albergues, de modo que si la capital carece de ellos en número suficiente, entonces el alcalde podrá reclamar al gobierno fondos para establecerlos, que es a lo que vamos; al menos, a lo que suele ir Ruiz Gallardón: a pedirle dinero al gobierno.

La piedra, en todo caso, está lanzada y en el aire. La tesis de que cualquiera tiene derecho de dormir en la calle, y a ensuciarla, es por demás discutible. ¿Pagan los mendigos por la limpieza de las calles, de los cajeros automáticos y portales de locales comerciales, donde hacen naturalmente sus necesidades? Porque si no pagan por eso – parece decirnos el alcalde – entonces está claro que no tienen derecho a ensuciar ni a estropear la estética de las calles y perjudicar al comercio adyacente. La vía pública no es una institución de beneficencia; las instituciones de beneficencia son otra cosa, y en ellas es donde deben estar quienes no son capaces de integrarse en la normal vida ciudadana pagando sus impuestos. Ojo, éste es un argumento que tiene su fuerza y no basta con apelar a un mínimo de sensibilidad humana para desacreditarlo.

Hay en la crítica del argumento algo de hipocresía, si no mucha. ¿Para qué queremos a los mendigos en la calle, si no somos capaces de sacarlos de su postración? Algunos parecen quererlos como motivo para ejercer la caridad; otros, para recordarse a sí mismos, y sobre todo recordar a los demás, hasta qué extremos de abyección se puede caer cuando se relaja la disciplina. Otros, en fin, parecen querer recordarnos permanentemente el fracaso del sistema. Sin embargo, es demasiado evidente que, aunque el número de mendigos aumenta en épocas de crisis, como la actual, su existencia tiene que ver con un fallo o defecto de todas las sociedades humanas, si no con un dictado bíblico. En la Unión Soviética no había mendigos, por la sencilla razón de que los candidatos más serios solían ser encerrados en psiquiátricos. El argumento liberal parece ser que hay que dejar a todos elegir su camino, y que los mendigos han elegido el suyo, como todos. Pero es un argumento más condescendiente que verdaderamente convincente: para el liberal, no hay derecho (a dormir en la calle) sin deber correspondiente (a no molestar, a no ensuciar, a no asustar). Lamentablemente, los mendigos molestan, ensucian y asustan. No se respeta su derecho a hacer lo que hacen; simplemente, se los tolera. Luego el problema no se puede plantear como uno de derechos – inexistentes en ese ámbito – sino de tolerancia, que es la actitud de quien tiene el derecho pero procura no hacer uso de él en situaciones en que el derecho puede lesionar la equidad: algo imposible de objetivar en nuestros modernos ordenamientos jurídicos.

Ahora bien, que el alcalde de Madrid – quien todavía parece albergar aspiraciones a las más altas magistraturas políticas – hable de reducir la tolerancia con que se trata el problema de la mendicidad, con gran probabilidad de que muchos le sigan en ese viaje, es un signo preocupante, por lo que revela sobre el aumento de la intolerancia en la vida española. Mayor intolerancia es perceptible, por ejemplo, en las relaciones entre los partidos políticos, en la forma de ver los sectores no sindicalizados de la población a los sindicalizados, en el trato que se da de forma localizada pero muy estridente a los inmigrantes, en la falta de comprensión por parte de unos de las identidades religiosas o sexuales o nacionales de otros, en el gusto por judicializar los conflictos entre derechos, etcétera. El de los mendigos no es más que uno de tales episodios, y probablemente el menos importante. No porque lo diga yo, sino porque lo decimos todos en todas partes con nuestro comportamiento cotidiano.

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