miércoles, 14 de abril de 2010

Bolonia

Fui un temprano defensor del proceso de Bolonia. Durante mi mandato como decano de una Facultad universitaria (2000-2008), impulsé el proceso. Le he dedicado muchas horas de reflexión y discusión con el centenar de profesores y personal no docente y los casi 2.500 alumnos que integraban ese centro. Hoy me tengo que confesar profundamente decepcionado por los resultados.

El proceso de Bolonia tenía por objeto la creación de un Espacio Europeo de Educación Superior, que facilitara el reconocimiento mutuo de los títulos universitarios y la libre circulación de profesionales por toda la Unión Europea. Había dos procedimientos para lograrlo. El primero, que yo he defendido, consistía en promover redes de centros afines en distintos países, que unificaran planes de estudio e intercambiaran profesores y alumnos, sobre la base de la docencia en inglés y aprovechando el marco Erasmus. En fecha tan temprana como 2000, mi centro fue invitado a participar en una de tales redes, formada por las facultades de economía y negocios de una universidad alemana, una sueca, una finlandesa y otra lituana; les interesaba expandirse hacia el sur de Europa, y allí estaba yo para recibir la oferta. Se trataba de impartir un grado común en cuatro años, ocho semestres, los cinco últimos en inglés y con los alumnos estudiando al menos uno de ellos en una de las universidades socias. Cada alumno que cursara el programa recibiría cinco títulos, con validez legal en los cinco países. En cuatro o cinco años, nos habríamos extendido por una docena de países europeos, cada universidad otorgando sus títulos a los alumnos de todas ellas. No estábamos en condiciones de aprovechar semejante ganga.

Durante los últimos seis o siete años – ya no lo recuerdo – una de mis asignaturas ha sido la única impartida íntegramente en inglés en mi universidad, excepción hecha de las de filología inglesa (¡faltaría más!). No es muy difícil enseñar en inglés, pero los profesores somos tan reacios como el resto de la sociedad española a trabajar en la lengua de Shakespeare; teniendo la de Cervantes, ¿para qué necesitamos otra? Y no es cosa únicamente de mi universidad. En realidad, las universidades españolas públicas capaces de ofrecer un grado, o incluso medio grado de economía o business administration en inglés se cuentan con los dedos de la mano.

En 2007, me presenté a las elecciones a rector de mi universidad, con un programa de inmersión del profesorado en la lengua inglesa, con objeto de recuperar el tiempo perdido y estar en cuatro años en condiciones de aprovechar las oportunidades de entrar en redes de centros afines que se nos ofreciera, en todos los ámbitos del saber. Saqué un 12 por ciento de los votos, el menos votado de tres candidatos. El ganador, con un 70 por ciento, había defendido un programa de reforzar la investigación (el programa estándar de la universidad española) y en títulos estar a esa uniformidad de títulos impuesta desde arriba que se conoce como ECTS, y que ha regido la reforma de los planes de estudios. Yo lo llamaría la contrarreforma de Bolonia: el triunfo de las burocracias educativas, representadas en España por la Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y Acreditación (ANECA).

Ahora cada vez hay menos dinero para investigación, y la universidad española afronta un periodo de letargo en el momento en que querríamos avanzar hacia la sociedad del conocimiento y la innovación. En cambio, si hubiéramos entrado en redes de docencia europea, esas infraestructuras educativas aguantarían mejor la crisis que el esfuerzo investigador. E incluso podríamos estar pasando de la colaboración docente a la cooperación en investigación, con notable ahorro sobre nuestros presupuestos actuales por el disfrute de economías de aglomeración.

Tenemos lo que nos merecemos.

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@purgatecon

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