Cuando una persona como Elena Salgado, ministra de Economía y Hacienda, que se limita a aplicar al pie de la letra en nuestro país las recetas de la tecnocracia global – con una comprensible rebaja, dadas las circunstancias –, se declara sin ningún pudor «socialdemócrata», sin desencadenar furibundas críticas o al menos comentarios irónicos, es que nadie sabe aquí realmente qué es la socialdemocracia. Y si se piensa bien, es fácil entender por qué. Aquí
nunca ha habido políticas propiamente socialdemócratas. La primera vez en que pareció que había ocasión de aplicar esas políticas fue durante la Dictadura de Primo de Rivera, con la que el PSOE y la UGT colaboraron al efecto; aunque, verdaderamente, el experimento tuvo a la postre más de filofascista que de socialdemócrata, y bien lo pagaron en términos políticos el partido y el sindicato socialistas, y a fin de cuentas España. La República y la Guerra Civil, abocadas a un conflicto a muerte entre revolución y contrarrevolución, no fueron el marco más propicio para la socialdemocracia. Como no lo fue, en absoluto, el franquismo.
En realidad, desde el comienzo de la transición democrática, únicamente ha habido un episodio de política puramente socialdemócrata. Y no lo protagonizó ningún gobierno de Felipe González ni de José Luis Rodríguez Zapatero. Ambos han gobernado
sin los sindicatos, cuando no
contra ellos. Recuérdese que a ambos les dedicaron, conjuntamente CC.OO. y UGT, sendas huelgas generales, con éxito desigual. Los dos procedieron a entender las necesidades de ajuste de la economía española de una manera
liberal, como operaciones de desregulación, principalmente del mercado de trabajo. ¿Hay que recordar, en tiempos de Felipe González, la reforma laboral de 1984, que suprimió la causalidad como justificación de la contratación temporal, o el proyecto de contratos para jóvenes que desencadenó el 14-D? En el último año, la tan cacareada reforma laboral del gobierno no ha hecho más que abaratar el despido y empedrar el camino para quienes – como la OCDE, hace dos días – reclaman con tenaz insistencia el contrato único de trabajo.
El episodio único de política socialdemócrata que registra la historia de España es el de los Pactos de La Moncloa. Porque es así, los Pactos de La Moncloa revisten el carácter mítico que revisten, y por eso se vuelve recurrentemente a ellos. Duro decírselo a los socialistas, pero necesario. Porque fue protagonizado por la UCD y el PCE, más que por el PSOE, en el lado político, y CC.OO. más que la UGT, en el sindical. Pero fue exactamente un acuerdo de política socialdemócrata. Cuando la inflación interanual ascendía al 27 por ciento, y subiendo mes a mes, se pactó una subida máxima de la masa salarial del 20 por ciento, con eventuales rebosamientos por antigüedad y cambios de categoría hasta otro 2 por ciento. Y los sindicatos, sobre todo, CC.OO. se encargaron de que se aplicara religiosamente en las empresas. Entonces yo no era más que un joven economista de Comisiones Obreras, pero recuerdo cientos de empresas, con cientos de trabajadores cada una ellas, venir a que se les calculara cuánto suponía ese 20-22%. Incluso recuerdo una empresa donde el empresario quería pagar
más y vino a ver de qué forma se podía aplicar la excepción – contenida en los Pactos y en los decretos-ley que los desarrollaban – implícita en la cláusula «en condiciones homogéneas de productividad».
Anécdotas aparte, la medida tuvo un éxito innegable. A fines de 1978, en doce meses, la inflación había caído al 18 por ciento anual. Y era una medida socialdemócrata
porque se basaba en la colaboración entre el gobierno y los sindicatos. (Me costó mucho entender por qué mis amigos latinoamericanos me decían que lo mismo Perón que el PRI mexicano eran, a su manera, socialdemócratas: la explicación es que ambos gobernaban
con los sindicatos). El quid de la cuestión radica, no en lo que se pretende hacer sino en
cómo hacerlo. Decir que se quiere preservar el estado de bienestar, fomentar la igualdad, dar oportunidades a los jóvenes… es, prácticamente, no decir nada. Porque lo mismo puede decir, y de hecho lo dice, el PP. Entonces la pelea se degrada a decir que el PP miente, y que tiene agendas ocultas y que lo quieren no es lo que dicen, sino esto, lo otro y lo de más allá, que lo sabemos de buena tinta. El 22-M, sencillamente, los electores han dicho NO a ese discurso, en el fondo vacío, en el fondo hipócrita. Todos estamos de acuerdo en que hay que preservar la estabilidad económica y financiera, y en que hay que defender el estado de bienestar. Y que ambas cosas hay que lograrlas mediante ajustes y reformas. Pero lo que realmente habría marcado la diferencia para un socialdemócrata es
hacer esos ajustes con una regulación en que los sindicatos fueran una palanca fundamental y esas reformas, para fortalecer a los sindicatos y no para debilitarlos. Esto es algo que nunca podrá hacer la derecha, y lo que tampoco han sabido hacer los gobiernos de González y Zapatero.
González intentó gobernar en clave socialdemócrata al principio, pero únicamente entendió la relación entre gobierno/partido y sindicato (UGT) como una de subordinación del segundo al primero, sin darse cuenta de que el sindicato no puede hacer nada por la economía si el objetivo es debilitarle. Zapatero quiso jugar esa carta en la reforma de las pensiones. Pero lo hizo en un asunto secundario para la estabilidad – importante en la medida que interesaba a Merkel por motivos electorales – y sólo después de haber machacado a los sindicatos con una reforma laboral a que se oponían sin reservas. Lo que hizo Zapatero fue aprovechar la debilidad de los sindicatos, tras el abaratamiento del despido y el fracaso de la huelga general del 29-S, para obligarlos a claudicar. Es la «tercera vía» de ex socialdemócratas como Blair o Schroeder, que consideraron necesario sacrificar a los sindicatos para llegar al gobierno, y que han facilitado en Europa la hegemonía incontestada de la derecha. Cuando lo que la sociedad necesita es gobiernos que sepan hacer entender a los sindicatos las necesidades de la economía, y que sean lo bastante fuertes para ofrecerles las necesarias contrapartidas. Porque en 1977 los sindicatos no cedieron capacidad adquisitiva para frenar la inflación por los bellos ojos de Suárez, Carrillo o Fuentes Quintana. En contrapartida obtuvieron un poder considerable, de cuyos réditos muchos querrían vivir todavía. Pero eso, claro está, es lo que no podía asumir Zapatero, porque él, que ha concebido el socialismo alternativamente como reformismo radical y republicanismo cívico, no parece haber entendido nunca que el único socialismo consistente es la socialdemocracia, que fundaron Lassalle y Marx en Alemania y que, siglo y medio después, fracasado el comunismo, es la única referencia concreta de la izquierda. Tampoco parece haber entendido nuestro presidente que la fuente del poder socialdemócrata son los sindicatos, ni que debilitándolos se debilitaba él mismo, y que hundiéndolos en la miseria – como ahora están virtualmente hundidos – tomaba el camino más directo para hundirse a sí mismo y al partido en ella.
¿Hace falta un congreso extraordinario del PSOE para recordar cosas tan elementales? A lo mejor, no lo sé. Yo me conformaría con un dirigente inteligente y con el suficiente coraje para asumir una posición socialdemócrata no
de boquilla sino de principios.
Etiquetas: socialdemocracia