En este preciso momento, dos modelos económicos son los importantes. A efectos prácticos, los demás no cuentan. Al primero, en orden estrictamente cronológico, lo llamo el
modelo de Hume, en honor de David Hume, filósofo inglés (maestro de Adam Smith, para más señas) que ya lo formuló de una manera coherente hace dos siglos y medio. Participando en el debate, al parecer animado en su tiempo, sobre el nivel de impuestos necesario para sostener los gastos de la corona británica, Hume opinó que la clave era que los contribuyentes fueran ricos, porque siendo ricos se podría recaudar lo suficiente aunque el tipo impositivo fuera reducido, y siendo reducido a ellos tampoco no les importaría demasiado pagarlo. ¿Y qué hacer para que fueran ricos? Desde luego, no abrumarles con impuestos, para empezar. Lo fundamental sería excitar sus apetitos consumistas, estimularles a producir para adquirir todo lo que pudiera ofrecerles el mercado. Si el apetito llegara a ser muy intenso, no tendrían más remedio que hacerse ricos para satisfacerlo, y habría que dejarlos en libertad de buscar el medio más adecuado para conseguirlo. Sencillo y claro, a más no poder. Este modelo se identifica con el laissez faire.
El segundo modelo surgió bastante después, hará unos ciento cincuenta años. Lo llamo el
modelo de Lassalle, en honor del político y sindicalista alemán que lo pensó por primera vez. Ferdinand Lassalle observó que había una clase de individuos que nunca tendrían oportunidad de hacerse ricos: los obreros, naturalmente. Pero, a diferencia de lo que pensaba Karl Marx – competidor de Lassalle por la dirección del movimiento obrero alemán –, para quien el obrero no se haría rico porque estaba explotado, Lassalle creía que el obrero no podía hacerse rico sin arruinar al empresario, y sin empresarios ricos no habría empresas, ni empleo, ni obreros, ni nada. Enunció entonces una así llamada
ley de bronce de los salarios, inspirada en la tesis del salario como reproducción de la fuerza de trabajo, del clásico inglés David Ricardo (más tarde expropiada por Marx), pero que en realidad iba mucho más lejos. Lassalle era un verdadero obrerista. Aun reconociendo – digamos, por razones sistémicas – que el salario debía ser lo estrictamente necesario para mantener al obrero en condiciones de subsistencia, quería sinceramente mejorar su condición y dirigir al movimiento obrero de la forma más adecuada para conseguir esa mejora. Concibió, a tal fin, la noción de
salario indirecto, pagado en especie por el Estado – educación, sanidad, protección social de todo tipo – y sufragado por lo que básicamente serían impuestos. Los obreros debían dejar de preocuparse, o al menos de preocuparse en exceso, por la magnitud de su salario
directo y atender más bien a la lucha política por hacer llegar al poder y mantener en él a partidos con el modelo de Lassalle como programa de gobierno.
Como se ve, el modelo de Lassalle no supone una crítica radical del modelo de Hume. Admite, con éste, un objetivo del capitalismo como es que algunos individuos se hagan ricos. Lo que ocurre es que no todos pueden intentar hacerse ricos si algunos han de serlo efectivamente; ni siquiera funciona si la mayoría, lejos de querer hacerse ricos, únicamente intentan ser menos pobres. De ahí la dureza de la Ley de Bronce. El arreglo, sin embargo, resulta aceptable si del enriquecimiento de algunos se sigue que, gracias a los impuestos que pagan éstos, todos pueden acceder a las ventajas de una sociedad moderna y tener la oportunidad, aunque sea en segunda generación, a través de sus hijos, de ingresar en el grupo de los ricos. Para ello es imprescindible que el movimiento obrero sea lo bastante disciplinado como para aceptar la Ley de Bronce y someterse a ella. Otto von Bismarck, el “canciller de hierro” y artífice de la unidad alemana, vio posibilidades en las ideas de Lassalle y llegó con él a acuerdos en varios puntos concretos. (En España, esas ideas fueron importadas por Gumersindo de Azcárate y difundidas a través de la Comisión – luego Instituto – de Reformas Sociales).
A la muerte de Lassalle y Marx, el movimiento obrero alemán quedó dividido entre los seguidores de uno y otro, aunque todos se mantuvieron en el mismo partido (socialdemócrata). Los seguidores de Lassalle, encabezados por Friedrich Ebert, se hicieron con el gobierno de Alemania en el marasmo que siguió a la Primera Guerra Mundial. En colaboración con los liberales de izquierda y el partido católico (Zentrum), que trataba de aplicar la doctrina social de la Iglesia, fundaron la República de Weimar, en gran medida inspirada en el modelo de Lassalle. Eran sin embargo malos tiempos para un experimento social así. Con el ascenso de Hitler, el experimento fracasó.
Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, los católicos del disuelto Zentrum, liderados por Konrad Adenauer, se unieron a los protestantes que compartían sus valores sociales para formar juntos la democracia cristiana y recuperaron el modelo de Lassalle-Weimar, aunque sin llamarlo así. Ministro de Finanzas con Adenauer, Ludwig Erhard aprovechó las aportaciones de la escuela de economistas de la universidad de Friburgo, con Walter Eucken a la cabeza, para reformular el modelo conforme a un pensamiento cristiano, y lo rebautizaron
economía social de mercado. Una de sus mejoras fue sugerir que, si los incrementos de productividad lo permitían, el salario directo tampoco tenía que ceñirse rígidamente a lo previsto por la Ley de Bronce, con lo que podría apartarse del nivel de subsistencia. Así, se preservaba en el obrero la dignidad de la persona (y se reintroducía la sociedad de consumo).
Los democristianos gobernaron ininterrumpidamente Alemania durante veinte años. En los dos primeros tercios de ese periodo, la socialdemocracia siguió dividida entre lassallianos, a quienes desesperaba ver a la derecha apoderándose de lo que históricamente había sido
su modelo, y marxistas, para quienes la economía social de mercado era la prueba de que la burguesía podía apropiarse del modelo para legitimar la explotación capitalista. El líder socialdemócrata Willy Brandt resolvió el dilema en el famoso congreso de Bad Godesberg, en 1959, donde el partido rompió con el marxismo. A partir de las conclusiones de ese congreso, socialdemócratas y democristianos llegaron en 1966 a formar gobierno juntos (la Gran Coalición), y juntos se mantuvieron tres años consolidando las bases de lo que se ha dado en denominar “capitalismo renano” (Rheinischer Kapitalismus), y que no es sino el resultado de aplicar consecuentemente el modelo de Lassalle-Weimar-Friburgo. Casi medio siglo después, la Gran Coalición – repetida ocasionalmente, como en el primer mandato de Angela Merkel – continúa interpretándose como un verdadero pacto de Estado, al que en lo esencial han sido fieles los principales partidos. Cuando gobiernan los socialdemócratas, se preocupan sobre todo de aumentar el salario indirecto sin detrimento de la productividad; cuando gobiernan los democristianos, priorizan los incrementos de productividad respetando el salario indirecto. El modelo presenta incomprensiones, desajustes, fallos e incluso esporádicos renuncios y deslealtades. Pero nada que funciona es perfecto.
[A Detlev Albers, profesor de Ciencia Política de la Universidad de Bremen, presidente regional del SPD en esa circunscripción, y buen amigo que nos descubrió el capitalismo renano, in memoriam
; a Juan Velarde, que me reveló la importancia de la Escuela de Friburgo, y a EIDA, donde aprendí la noción de salario indirecto y sus complejas relaciones con el directo, hace más de treinta años].Etiquetas: Alemania, socialdemocracia